
Por
María Jesús Muñoz
Profesora de Biología y Geología.
Hay lugares que se salen de las rutas habituales de viaje, porque no son los destinos de principal atractivo turístico.
A ellos solo vas si te llevan a hacer un curso de formación, como es mi caso. Gracias a dos de estos cursos he podido conocer Kent y Sussex y, de paso, he aprendido un poco de la historia de Inglaterra.
Este extremo del país es un trozo de tierra enmarcado por el mar. El marco es más rotundo en los acantilados. Tanto en Dover, como más al sur, en Seven Sisters, las olas se estrellan contra unas imponentes paredes de creta, la caliza más blanca imaginable, que a los romanos inspiró el nombre de Albión para estas tierras. Los estratos de roca cretácica están punteados por nódulos de sílex, lo que queda de las esponjas marinas del antiguo fondo oceánico. La erosión los acumula en extensos cordones de playas pedregosas. Esos cantos son el principal material de construcción de la zona. Con ellos levantaron los romanos las murallas de Canterbury. Los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial destruyeron barrios enteros de dicha ciudad, pero permitieron desenterrar la antigua ciudad romana, ahora expuesta en un museo subterráneo.
Es curioso que tras la caída del imperio todo el país se “desromanizase”. No quedó más que el origen de los topónimos. Tuvo que llegar san Agustín (no el de Hipona, otro) para volver a cristianizarlos. La iglesia más antigua de Inglaterra está en el propio Canterbury. Y su catedral dio lugar a una peregrinación equiparable a nuestro Camino de Santiago. Y a un libro de cuentos sobre esos peregrinos. De todas formas, la reforma anglicana destruyó todo edificio religioso construido entre dicha iglesia y la imponente catedral. De la abadía de San Agustín quedan unos muros. Del monasterio franciscano, Greyfriars, un jardín escondido en el que se reconoce la planta de la iglesia. Y el de los carmelitas se conforma con dar nombre al barrio comercial, Whitefriars.
Canterbury también tiene castillo normando. El primero. Más al sur, en Hastings, se produjo la batalla en la que Guillermo el Conquistador se hizo con el control del país, sin más derecho legítimo que el que le daba ser el cuñado del difunto rey anterior. De hecho, la zona de la costa que no protegían los abruptos acantilados fue dotada de una red de castillos. El de Dale tiene la forma de rosa de los Tudor, quienes temían una invasión de Francia. El de Dover, más antiguo e imponente, fue un centro de mando desde el que se defendía el país del ataque alemán hace menos de un siglo.
Castillos aparte, no hay ciudad costera que se precie que no cuente con un pier. Estos muelles se construyeron con fines recreativos. Ganaban terreno al mar para proporcionar una zona de paseo, que terminaba en un mirador acristalado, una sala de conciertos o un parque de atracciones. El pier más grande y famoso es el de Brighton. De su época más gloriosa como lugar de veraneo nacional quedan las elegantes fachadas de los antiguos hoteles victorianos. Con todo, lo más sorprendente de la ciudad es el Royal Pavillion. Era Jorge VI aún un reticente príncipe regente cuando decidió pasar de sus obligaciones y construirse un palacio de fantasía en lo que hasta entonces no pasaba de pueblo de pescadores. La construcción es pura exageración, por fuera y por dentro, mezcla de estilos indio y chino. La deuda que acumuló el regente con su vida de lujo y derroche tuvo que ser saldada por el parlamento, a condición de que sentase la cabeza, se casase con alguien de sangre real (su esposa secreta, católica, no valía) y diera al país un heredero legítimo. Solo hizo las dos últimas cosas, a regañadientes, y no acabó bien. Su sobrina Victoria casi hace demoler el exótico edificio. Menos mal que cambió de idea. Ahora, en una terraza en la azotea, entre dos de sus cúpulas, se puede tomar el English Tea. O dicho de otro modo, atiborrarse de deliciosos scones, sandwichitos y pasteles. Como una reina.
Desde allí hacia el norte se llega a Lewes. Este pueblo tiene todas las librerías que eché de menos en Brighton. Destaca una de segunda mano, alojada en una casa del siglo XV. Los libros han desbordado las estanterías y aparecen apilados en columnas desde el suelo. Casi no se puede ni pasar y diría que entre sus paredes hay más papel que volumen de aire para respirar. No han faltado escritores en la historia de Lewes. La población es atravesada por el río en el que se ahogó Virginia Woolf, tras haber lastrado los bolsillos de su abrigo con piedras. Ninguna biografía llega al extremo de identificar qué tipo de piedras eran. Pero, viendo los cantiles de creta blanca de las afueras del pueblo, yo apuesto por cantos de sílex. Yo también lastré con ellos mi maleta. En el laboratorio podéis verlos; si tenéis curiosidad.

Royal Pavilion

Librería en Lewes