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Image by Birmingham Museums Trust

Repostaje

Por 
Juan Manuel Gómez

—No te preocupes. No tengo nada que hacer. Yo te llevo.

Acabábamos de desayunar en la cafetería del instituto. Paqui se había esmerado ese día (cuando no la ayudaba su hijo Miguel, una vez que terminaba de hacer la primera tanda de tortillas, disponía de más tiempo para atender a sus parroquianos) y nos había preparado dos cafés con leche —templada— largos, cargados, con una espesa capa de espuma: a mi gusto. Mi compañera se había metido entre pecho y espalda una barrita de pan tostado con aceite, tomate y una pizca de sal, costumbre probablemente adquirida a lo largo de los años pasados en Andalucía. “Tiene buen saque”, pensé mientras la veía devorar con fruición la tostada.

—Muchas gracias. Me viene de maravilla. A ver si la semana próxima puedo recoger el coche del taller y recupero la autonomía.

Me llevaba bien con ella, aunque apenas la conocía: había llegado al instituto ese curso. Profesora de Historia, joven, simpática, guapa, con carácter: lo tenía todo. Debía ir a buscar a una amiga, que venía de Granada a pasar el fin de semana, a la estación Sur y andaba un poco justa de tiempo porque tenía clase hasta última hora. Y no desaproveché la ocasión.

—Entonces, te espero en la sala de profesores.

—Pero ¿de verdad que no te importa quedarte hasta las dos y media? Tú ya has terminado…

—¡Claro que no! Además, así corrijo unas traducciones que me entregaron ayer.

Mentira. No tenía nada que corregir, pero era otra forma de ganar puntitos. Encendí un pitillo (sí: se podía fumar; qué bien sabían los cigarros entre clase y clase, casi tan bien como el de después) y me dediqué a fantasear sobre mis posibilidades con aquella chica: me gustaba y me daba el pálpito de que el sentimiento era recíproco; no tenía entonces pareja (mi última experiencia me había dejado algo tocado) y parecía que ella tampoco. Así que había que intentarlo. Entretanto, mis amigos Echaza, Paco y Félix se habían ido a jugar al tenis un poco extrañados de que no los acompañara, como todos los viernes. “Hoy no puedo. Mira que lo siento, pero tengo un montón de exámenes para corregir”, les dije advirtiendo en el escepticismo de sus caras que no daban demasiado crédito a mis palabras.

Sonó por fin el timbre con el que concluía la jornada y, al cabo de poco tiempo, apareció en la sala. Venía cargada de libros, carpetas y estuches, y un poco sofocada por la prisa y, quise creer, tal vez por la emoción.

—¿Qué tal las clases?

—Bueno, la última un poco rollo, porque la tenía con 3.º B y ya estaban muy pesados.

Nos despedimos de los compañeros deseándoles buen fin de semana, salimos al aparcamiento y nos subimos a mi flamante Renault 11 negro. Es verdad que la puerta de la derecha no cerraba bien: había que alzarla ligeramente para que encajara; que el cinturón del acompañante apretaba tanto que lo dejaba al borde de la asfixia; que la pintura se había ido desconchando y, visto desde la segunda planta del instituto, el techo del coche parecía el mapa de la Micronesia; que solo se podía escuchar la radio porque las cintas se enganchaban (todavía recuerdo con nostalgia aquella de Demis Roussos); que consumía gasolina y aceite casi a partes iguales; pero, por lo demás, mi Renault era un tiro.

Enfilé por la calle del parque hacia la carretera de Toledo, que, como casi siempre, estaría entonces atascada. Teníamos, no obstante, tiempo suficiente: el autobús de su amiga llegaba a las cuatro: nos sobraba media hora larga. El día era soleado, comenzaba el fin de semana, manteníamos una charla que presagiaba mejores momentos, el mundo estaba bien hecho, como diría el poeta, cuando, de pronto, el coche empezó a dar tirones mientras el motor emitía unos ruidos ásperos, entrecortados, como los estertores de un moribundo. Poco a poco fue disminuyendo la velocidad hasta que el motor definitivamente se murió y nos paramos. ¡Me había quedado sin gasolina! El chivato del depósito llevaba encendido un día, sí, pero, según mis cálculos, aún tenía margen para recorrer veinte o treinta kilómetros. Dejé el coche aparcado lo mejor que pude en la circunvalación y emprendimos la caminata a la gasolinera más cercana. Durante el trayecto me deshice en disculpas:

—No sabes cuánto lo siento. Es la primera vez que me pasa, te lo juro. Lo que más rabia me da es que vas a llegar más tarde que si hubieras ido en transporte público.

Ella se lo tomó estoica, comprensivamente y con un toque de humor, aunque me figuro que la procesión iría por dentro:

—No pasa nada. Mira el lado positivo: solo ha sido falta de gasolina; al principio pensé que se había averiado el coche: habría sido lo más normal.

Evidentemente, no pudimos llegar a tiempo a la estación, su amiga de Granada tuvo que coger un taxi y los puntitos que había logrado acumular hasta ese momento quizá se habían perdido para siempre. Después de llenar el depósito, con más pena que gloria me dirigí a Madrid y la dejé en la glorieta de Bilbao, cerca de su casa.

Ni que decir tengo cómo fue el cachondeíto que hubo en el instituto el lunes cuando se conoció la aventura. Los amigotes no paraban de gastarme bromas (“A otro perro con ese hueso”. “El viejo truco de la gasolina”…) y, por más que les juré y perjuré, nunca terminaron de creer que fue un suceso totalmente fortuito.

Quienes me conocen habrán adivinado que la profesora se llamaba Gema y que aquello fue el principio de algo más que una gran amistad.

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